Jueces y magistrados deben estar más protegidos ante las críticas porque, a diferencia de los demás cargos públicos, ellos apenas pueden defenderse.
Tribunal Constitucional. Sala Primera. Sentencia 65/2015, de 13 de abril de 2015 (BOE núm. 122, de 22 de mayo de 2015).La libertad de palabra para la crítica y, en su caso, censura públicas de las resoluciones judiciales no es, desde luego, irrestricta, sujeta como está a los límites y condiciones que, con carácter general, hemos recordado en el fundamento jurídico que antecede. Para juzgar de su ejercicio legítimo se ha de tener presente, además, la singular posición del Poder Judicial en el Estado constitucional, posición que —todavía sin descender al caso actual— puede llevar a reprobar ex Constitutione manifestaciones y expresiones que resultarían acaso tolerables si hubieran sido dirigidas a los titulares de otros cargos públicos. A diferencia, en primer lugar, de otras autoridades y, desde luego, de los actores políticos en general, el Juez —que como tal se expresa sólo a través de sus resoluciones— carece, por obvias razones de reserva, prudencia y contención, de la misma capacidad de réplica personal con la que aquéllos cuentan para salir al paso de censuras al ejercicio de su función que estime injustas, falsas o atentatorias a su honor profesional [SSTC 46/1998, FJ 5; y 162/1999, de 27 de septiembre, FJ 9; sobre la obligación, en general, de discreción judicial en relación con la imagen de imparcialidad, STC 69/2001, de 17 de marzo, FJ 14 b); asimismo, Sentencias del Tribunal Europeo de Derechos Humanos de 26 de abril de 1995, caso Prager y Oberschlick c. Austria, párrafo 34 y, entre otras, la ya citada en el caso Falter Zeitschriften GmbH, párrafo 39]. De otro lado, las censuras a un determinado juez cuya actuación se califique de parcial o de deliberadamente injusta son percibidas por la ciudadanía —como evidencia la experiencia común— con un alcance e intensidad reprobatorios muy superiores al que deparan las diatribas o invectivas que, a veces al límite mismo del exceso, pueden llegar a desatarse o intercambiarse al socaire de lo que en alguna ocasión hemos descrito como un “vivo y ardiente debate político” (STC 148/2001, de 27 de junio, FJ 7), pues “el modo normal en que tales polémicas discurren” (STC 39/2005, de 28 de febrero, FJ 5) puede relativizar, en cierta medida, la carga peyorativa de eventuales dicterios que recobrarían, sin embargo, toda su gravedad semántica si tuvieran como destinatarios a los titulares del Poder Judicial. No cabe desconocer en fin, y en relación con lo dicho, que las críticas desmedidas y carentes de todo fundamento al Juez en ejercicio de sus funciones pueden llegar a afectar no ya sólo a su honorabilidad profesional —como se planteó en el proceso a quo—, sino también, según quedó ya antes apuntado, a la confianza misma en la justicia (por todas, Sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, de 11 de julio de 2013, caso Morice c. Francia, párrafo 107), que es uno de los pilares existenciales del Estado de Derecho. Todo ello no desdice, desde luego, de lo antes afirmado en orden a la plena exposición a la crítica pública de las resoluciones judiciales, pero sí debe ser tenido en cuenta para no trasladar sin matices a casos como el actual, por las razones dichas, nuestra doctrina general [expuesta, por ejemplo, en la STC 110/2000, de 5 de mayo, FJ 8 c)] sobre los límites más amplios o menos taxativos —pero existentes, con todo— de la libertad de expresión cuando se emplea no con el resultado de hacer cuestión del honor de ciudadanos comunes, sino con el de poner en entredicho, al calor del debate cívico y político y con su dialéctica propia, la plena honorabilidad o probidad de personajes públicos o de titulares de cargos públicos que también lo son.
LOS VOTOS PARTICULARES
1. Voto particular que formula el Magistrado don Andrés Ollero Tassara, en relación con la Sentencia dictada en los recursos de amparo acumulados núm. 1485-2013 y 1486-2013.
Con el máximo respeto a la posición mayoritaria en la Sala, y en ejercicio de la facultad conferida por el art. 90.2 de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional, formulo Voto particular respecto de la Sentencia citada en el encabezamiento.
1. Mi discrepancia afecta tanto al fallo como a la fundamentación en que se apoya. Esta habría de abordar la posible inexistencia de ilícito penal si una conducta ha sido realizada en ejercicio de un derecho fundamental. Para constatarlo, habría que tener en cuenta los cánones de constitucionalidad consolidados en la doctrina del Tribunal. Considero que no se deslindan adecuadamente los elementos del primer problema, ni se respetan los cánones establecidos.
2. La libertad de expresión reconocida en el art. 20 CE es un derecho fundamental que goza de especial protección por este Tribunal, al servir de fundamento al pluralismo político generador de una opinión pública libre (por todas, SSTC 6/1981, de 16 de marzo, FJ 3, y 50/2010, de 4 de octubre, FJ 5). No se trata, sin embargo, de un derecho ilimitado; en su obligada ponderación con el derecho al honor del aludido ha de considerarse como extralimitación ajena al derecho fundamental el recurso a “vejaciones innecesarias” o “expresiones insultantes” (entre otras muchas, SSTC 171/1990, de 12 de noviembre, FJ 10; 40/1992, de 30 de marzo, FJ 3, y 56/2008, de 14 de abril, FJ 7). Como consecuencia, para constatar si la carta publicada criticando a una Magistrada ha respetado tal límite, en cuyo caso quedaría excluida la entrada en juego de todo enjuiciamiento penal, hemos de proyectar sobre la conducta de sus autores los cánones de constitucionalidad consolidados en la doctrina del Tribunal.
Además del ya señalado, es preciso tener en cuenta otro canon de constitucionalidad establecido, de acuerdo con el cual el honor de los aludidos a los que quepa considerar como “personajes públicos” (SSTC 172/1990, de 12 de noviembre, FJ 2 y 89/2010, de 15 de noviembre, FJ 3, por todas) goza de menor protección, al estar sometidos a crítica más intensa en el control al que ha de someterlos la pública opinión en una sociedad democrática; habría pues que determinar si ha de considerarse a la Magistrada criticada como uno de tales personajes. Por idéntica razón, las circunstancias en que la crítica se realice pueden generar, por el contrario, una protección reforzada. No será idéntica la que merezca lo expresado por un ciudadano oralmente que la reflejada en hojas volanderas (STC 165/1987, de 27 de octubre, FJ 10) o incluso la plasmada en medios de comunicación (SSTC 6/2000, de 17 de enero, FJ 8, y 197/2006, de 3 de julio, FJ 4); como tampoco merece idéntica protección la opinión expresada individualmente a título personal que las realizadas en representación de un colectivo afectado por los hechos sometidos a crítica (así, SSTC 90/1999, de 26 de mayo, FJ 4, y 198/2004, de 15 de noviembre, FJ 7).
La Sentencia de la que discrepo parece insinuar la existencia de un novedoso canon de constitucionalidad adicional, que convertiría a los jueces y magistrados en peculiares ciudadanos que, lejos de gozar de menor protección (como miembros de un poder público), contarían con un amparo más exhaustivo. Esta postura contradice frontalmente la doctrina fijada por el Tribunal sobre la legitimidad de la crítica a las resoluciones judiciales, “que no difiere sustancialmente, en cuanto tal, de la que pueda dirigirse a los actos propios de otros profesionales, incluso los constituidos en autoridad, siempre que por su contexto, expresión y finalidad merezca aquella calificación, puesto que, aun reconociendo la posición de algún modo singular de los titulares de los órganos jurisdiccionales, sus actuaciones, en cuanto personas públicas, no pueden permanecer inmunes al ejercicio del derecho a la crítica que ampara la libertad de expresión” (STC 46/1998, de 2 de marzo, FJ 3). Coherente con este planteamiento ha sido el legislador, al eliminar la figura penal del desacato.
En cualquier caso, para ser coherente con la fundamentación de su fallo, el enjuiciamiento del que discrepo debería haber llevado, si acaso, al Tribunal a cuestionar el tenor del Código penal por apreciar una inconstitucionalidad por omisión, antes que a dar por bueno que quepa amparar en grado tal a los miembros del Poder Judicial. Al argumento esbozado de que estos no están en condiciones de defenderse (como ocurre a no pocos personajes públicos) no faltaría quien contrapusiera, sin incurrir en teórico desacato, que la entrada en juego del Ministerio Fiscal, en una circunscripción no muy amplia, planteando ante otro órgano nada alejado la posible injuria contenida en la crítica formulada, no constituiría precisamente un homenaje a la exigible imparcialidad objetiva, que excluye toda apariencia de corporativismo.
3. Es preciso pues determinar, ante todo, si en la carta publicada cabe detectar “vejaciones innecesarias”. Ciertamente, en su primer párrafo, se afirma que la Magistrada “ha demostrado parcialidad y falta de competencia”. Indudablemente no cabe exigir, a quien critica una resolución judicial que le afecta negativamente, grandes loas a la competencia de la autora. Por otra parte, todos los pormenores que a continuación se critican en la carta, encajarían sin esfuerzo en el presunto déficit de competencia atribuible a la Magistrada. La alusión, sin duda más grave, a su presunta parcialidad queda así aislada; aunque la situación no es equiparable al cuestionamiento de la imparcialidad del juzgador presente en buena parte de las recusaciones legalmente reguladas (STC 178/2014, de 3 de noviembre FJ 2, entre otras), difícilmente podría por sí sola servir de fundamento para considerarla como extralimitación vejatoria, salvo que a los jueces y magistrados se concediera esa peculiar protección ya descartada. Consideramos pues que los recurrentes críticos con la Magistrada, que no dudan en la línea anterior en expresar que acatan la Sentencia “emitida por su Juzgado”, lo que no deja de despersonalizar relativamente su crítica, no han incurrido en su carta en “vejaciones innecesarias” ni han empleado tampoco “expresiones insultantes”.
4. No habiendo incurrido los recurrentes en una rechazable extralimitación, gozan de la especial protección que el art. 20 CE confiere a quienes ejercen la libertad de expresión, sin que los jueces y magistrados gocen de una privilegiada protección como miembros del Poder Judicial, sino más bien de la más liviana atribuida a los personajes públicos. Por todo ello, el legítimo ejercicio de su libertad de expresión descarta la posible aplicación de tipos penales referidos a comportamientos ilícitos.
Por todo ello me veo obligado a suscribir este Voto particular.
Madrid, a trece de abril de dos mil quince
2. Voto particular que formula el Magistrado don Juan Antonio Xiol Ríos a la Sentencia dictada en el recurso de amparo núm. 1485-2013.
Con el máximo respeto a la opinión mayoritaria de mis compañeros de Sala en la que se sustenta la Sentencia, manifiesto mi discrepancia con la fundamentación jurídica y con el fallo. Considero que hubiera debido estimarse el recurso de amparo por vulneración del derecho a la libertad de expresión [art. 20.1 a) CE].
1. La reacción penal frente a la libertad de expresión.
Ante todo, creo oportuno subrayar una cuestión que estimo capital.
La opinión mayoritaria en que se sustenta la Sentencia considera que el presente recurso de amparo plantea únicamente una controversia entre el derecho fundamental al honor y el derecho a la libertad de expresión. Sin embargo, cuando la vía judicial previa trae causa del ejercicio de una acción penal por injurias u otros delitos cometidos con ocasión de actos que pueden resultar amparados en la libertad de expresión, el análisis constitucional no puede limitarse a la ponderación entre los derechos subjetivos en conflicto, pues entran en juego los presupuestos para el ejercicio del ius puniendi del Estado, los cuales determinan que no siempre la protección del derecho al honor puede ser articulada mediante una sanción penal.
Según el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, la naturaleza y la gravedad de las penas infligidas son elementos que deben tomarse en consideración cuando se trata de valorar la proporcionalidad de la injerencia en la libertad de expresión, especialmente si se trata de una sanción penal (entre otras, STEDH de 22 de enero de 2015, caso Pinto Pinheiro Marques c. Portugal, § 46).
En supuestos como el presente, pues, no basta ponderar los derechos al honor y a la libertad de expresión de la víctima y el condenado, respectivamente, sino que también debe escrutarse la legitimidad constitucional de la reacción penal del Estado para la protección del derecho al honor.
La opinión mayoritaria en que se sustenta la Sentencia admite que el derecho a la libertad de expresión es algo más que un derecho fundamental subjetivo, pues tiene una dimensión objetiva vinculada al hecho de que hace posible la formación de la opinión pública libre. Así, el derecho a la libertad de expresión es consustancial con la democracia, hasta el punto de que una democracia no sería reconocida como tal en una situación de ausencia o quiebras graves en la protección de ese derecho.
Pero la opinión de la que discrepo no repara suficientemente, a mi juicio, en las consecuencias que este principio impone sobre el hecho de que lo enjuiciado en este caso es una condena penal. Según la jurisprudencia constitucional “la dimensión objetiva de los derechos fundamentales, su carácter de elementos esenciales del Ordenamiento jurídico, impone a los órganos judiciales al aplicar una norma penal la obligación de tener presente el contenido constitucional de los derechos fundamentales, impidiendo reacciones punitivas que supongan un sacrificio innecesario o desproporcionado de los mismos o tengan un efecto disuasor o desalentador del ejercicio de los derechos fundamentales” (STC 108/2008, de 22 de septiembre, FJ 3, y, entre otras, STEDH de 29 de mayo de 2012, caso Tanasoaica c. Rumania, §56).
La idea de una restricción de la intervención penal en el contexto del ejercicio de derechos fundamentales se ha reflejado de manera profusa en la jurisprudencia constitucional. Así, este tribunal ha declarado que “los tipos penales no pueden interpretarse y aplicarse de forma contraria a los derechos fundamentales” y que “los hechos probados no pueden ser a un mismo tiempo valorados como actos de ejercicio de un derecho fundamental y como conductas constitutivas de un delito” (STC 108/2008, FJ 3). “[T]ambién se ha cuestionado la aplicación de los tipos penales en aquellos supuestos en los que, pese a que puedan apreciarse excesos en el ejercicio del derecho fundamental, éstos no alcanzan a desnaturalizarlo o desfigurarlo. Con ello no nos referimos, como es obvio, a los supuestos en los que la invocación del derecho fundamental se convierte en un mero pretexto o subterfugio para, a su pretendido amparo, cometer actos antijurídicos, sino a aquellos casos en los que, a pesar de que el comportamiento no resulte plena y escrupulosamente ajustado a las condiciones y límites del derecho fundamental, se aprecie inequívocamente que el acto se encuadra en su contenido y finalidad y, por tanto, en la razón de ser de su consagración constitucional. En este último escenario, sin perjuicio de otras consecuencias que el exceso en que se incurrió pudiera eventualmente comportar, la gravedad que representa la sanción penal supondría una vulneración del derecho, al implicar un sacrificio desproporcionado e innecesario de los derechos fundamentales en juego que podría tener un efecto disuasorio o desalentador de su ejercicio” (STC 104/2011, de 20 de junio, FJ 6).
En suma, la respuesta penal en el ámbito del ejercicio de la libertad de expresión comporta un juicio constitucional de necesidad y de proporcionalidad. Debe ponderarse no solo si resulta prevalente el derecho al honor frente a la libertad de expresión; sino también si un eventual exceso o abuso en su ejercicio es de tal magnitud y la lesión correlativa del derecho al honor de tal importancia que resulta justificada una respuesta penal.
2. Valoración del caso enjuiciado.
Este juicio de necesidad y de proporcionalidad, a mi parecer, ha sido omitido en la formación de la opinión mayoritaria. Pero no es esto solo; creo, en conjunto, que el contexto y el contenido de la carta que motivó la condena ponen de manifiesto (i) que la conducta enjuiciada estaba dentro del ámbito objetivo de protección del derecho a la libertad de expresión, por lo que resultaba prevalente sobre el derecho al honor; y (ii) que, en cualquier caso, al encuadrarse esa conducta en el contenido y finalidad del ejercicio del derecho a la libertad de expresión, la apreciación de un eventual exceso en su ejercicio, puesto en relación con la incidencia en el derecho al honor, no hacía necesaria ni justificaba una respuesta penal, pues las circunstancias del caso hacen que una condena de esta naturaleza resulte disuasoria para el ejercicio del derecho fundamental a la libertad de expresión.
3. Prevalencia de la libertad de expresión.
La opinión mayoritaria concluye que el contenido de la carta que dio lugar a la condena no es una manifestación genuina del derecho a la libertad de expresión y resulta prevalente el derecho al honor. Se funda en dos argumentos: (i) que la crítica se dirige a un miembro del poder judicial; y (ii) que las expresiones proferidas carecen de una base fáctica que las justifiquen.
Discrepo de la comprensión realizada por la opinión de la mayoría en ambos aspectos.
(i) La opinión mayoritaria, haciéndose eco de la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, sostiene que los jueces requieren una superior protección a la de otros cargos públicos frente al ejercicio del derecho a la libertad de expresión de la ciudadanía por carecer de capacidad de réplica (STEDH de 24 de febrero de 1997, caso De Haes y Gijsels c. Bélgica). Esta opinión, a mi juicio, prescinde de las matizaciones que acompañan a esa doctrina del Tribunal Europeo de Derechos Humanos. El Tribunal, por una parte, en la Sentencia citada restringe la protección de que deben ser objeto los tribunales a los ataques destructivos carentes de cualquier base fáctica. Por otra parte, en definitiva, admite que la operación de ponderación que debe hacerse respecto del honor de los jueces es idéntica a la de los demás cargos públicos, cosa que conduce a estimar lesionado el derecho a la libertad de expresión en el caso que examina, por versar sobre un asunto de interés público, cual es la imparcialidad y competencia de los tribunales (véase Monica Macover, Freedom of expression, Human rights handbooks, No. 2, Consejo de Europa, págs. 57 a 59). Considero, pues, que la labor de administrar la justicia desarrollada por jueces y magistrados, en tanto que integrantes del poder judicial (art. 117.1 CE), es una manifestación más del ejercicio de un poder del Estado y, como tal, está sometida a crítica y escrutinio por parte de la ciudadanía. La tolerancia a la crítica de la actuación de jueces y magistrados en el desempeño de su función pública, habida cuenta del carácter no electivo y, por tanto, no sometido a ningún otro tipo de control por parte de la ciudadanía, no puede restringirse en relación con la crítica que cabe desarrollar respecto de otro tipo de servidores públicos. Cualquier poder del Estado, también el poder judicial, en tanto que emanado de la soberanía popular (art. 1.2 CE), debe soportar la crítica con un idéntico nivel de tolerancia incluyendo las críticas ofensivas, lacerantes o perturbadoras (entre otras, STEDH de 21 de octubre de 2014, caso Murat Mural c. Turquía, § 61), las cuales pueden incluir una determinada dosis de exageración o incluso de provocación (entre otras, SSTEDH de 1 de junio de 2010, caso Gutiérrez Suárez c. España, § 61, y de 15 de marzo de 2011, caso Otegi Mondragon c. España, § 54).
En este caso, por lo demás, resulta evidente el interés público de la cuestión, relacionada con la protección del medio ambiente (entre otras, STEDH de 29 de mayo de 2012, caso Tanasoaica c. Rumania, § 48); la dedicación de la asociación a la que pertenecen los recurrentes a promoverla; y el interés público que reviste la imparcialidad y competencia de los tribunales (STEDH de 24 de febrero de 1997 citada, caso De Haes y Gijsels c. Bélgica).
La eventual dificultad de réplica que institucionalmente tienen los integrantes del poder judicial debe, ciertamente, ser tenida en consideración al valorar las circunstancias del caso; pero no puede erigirse como valladar general a toda crítica, incluso cuando sea acerba. En nuestro sistema la facultad de defensa o réplica está garantizada mediante la facultad reconocida a los jueces por el art. 14 de la Ley Orgánica del Poder Judicial de instar el amparo del Consejo General del Poder Judicial cuando se sientan inquietados o perturbados en su independencia por declaraciones o manifestaciones hechas en público y recogidas en medios de comunicación que objetivamente supongan un ataque a la independencia judicial y sean susceptibles de influir en la libre capacidad de resolución del juez o magistrado.
(ii) En la carta publicada por los recurrentes se imputa falta de parcialidad y de competencia al titular del órgano judicial. Pero esta crítica no se formula con carácter general como una imputación contra la personalidad o actividad del juez en conjunto, sino (citando elementos fácticos extraídos del desarrollo de un procedimiento judicial) en relación estrecha y pormenorizada con un determinado acto de valoración de la prueba pericial. Este acto se estima desacertado por unos motivos que se exponen con detalle, consistentes, en la opinión de los autores de la carta, en el error cometido, a la vista de datos que se suponen a disposición del juez, sobre el distinto peso y crédito que debía reconocerse a uno y otro dictamen pericial. Junto a la crítica a este acto judicial, existe una crítica, de tono aparentemente más duro, contra la actitud de uno de los peritos. Esto es, la crítica de parcialidad, por mucho que pueda resultar peyorativa para un juez, no se hace descontextualizada ni desvinculada de unos concretos datos objetivos. Al contrario, estos se exponen en la carta publicada y, por tanto, en el marco de la formación de una opinión pública libre permiten e invitan al lector a extraer sus propias conclusiones. La carta no contiene en absoluto descalificaciones groseras y gratuitas respecto de las que la opinión pública no pueda tomar una posición informada.
Es, por lo demás, evidente que no puede formularse una crítica a una decisión judicial sin presuponer de un modo u otro que su autor ha incurrido en falta de parcialidad o de competencia. De esto se sigue que entender que la imputación de falta de parcialidad o de competencia a un juez justifica por sí sola una condena penal hace imposible, en la práctica, la crítica libre de las decisiones judiciales, tanto en sede doctrinal como en otros foros de formación de la opinión pública, como son los medios de comunicación. En suma, se produce un efecto disuasorio incompatible con el ejercicio de la libertad de expresión en este ámbito.
4. Desproporción de la condena penal.
En cualquier caso, incluso aceptando a efectos dialécticos la conclusión sustentada por la posición de la mayoría de que hubo un ejercicio abusivo de la libertad de expresión y que prevalecía el derecho al honor, me resisto a pensar que este es un supuesto en que resulte justificado y proporcionado acudir al derecho penal para reprimir esta conducta. De imponerse visiones como las que sustenta la posición de la mayoría es más que probable que el efecto disuasorio que se vaya generando respecto de la posibilidad de crítica a las resoluciones judiciales convierta las decisiones de jueces y magistrados en un objeto excluido del debate público. Ni que decir tiene que este no es el panorama más deseable para el mercado de las ideas ni para la democracia misma, ni tampoco para los miembros del poder judicial, que deben ver en la crítica un medio de acentuar su imparcialidad y competencia y en la tolerancia para con ella una cualidad inherente a la importancia constitucional de su función.
Madrid, a trece de abril de dos mil quince
COMENTARIO
Sinceramente, visto lo visto, las sentencias que dicta y la dilación con las que tranquilamente las dicta, creo que el Tribunal Constitucional es tan inútil como el Senado pero mucho más perjudicial para la arquitectura institucional del Estado.
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